EL COMPLEJO DE EDIPO


En casos normales, el niño de 3 años ya está “civilizado”, ya tiene un carácter, hábitos, ocupaciones favoritas, una forma de pensar y numerosas posibilidades afectivas. Su libido ya está bien empleada.
Ya no es un “perverso instintivo”, esto es, un ello ávido de saciedades hedónicas desordenadas e inmediatas; posee un yo. Su sentido moral personal no existe todavía, sin embargo, la necesidad que tiene de la asociación con otros lo conduce a comportarse ya intuitivamente según las reglas morales de quienes lo rodean. Los momentos en que se entregará a la masturbación serán, en parte, aquellos en los q “se aburra”, cuando no tenga nada más o tan atractivo que hacer (en su cama, cuando no duerma y deba quedarse quieto).
En un niño normal, de buena salud, la masturbación no será pública ni frecuente, y que, aunque así sea, el adulto deberá despreocuparse de ella completamente.
Las prohibiciones habituales hechas a la masturbación, las llamamos “castradoras” porque tienden a la superación de la actividad genital.
Toda intervención del adulto tendiente no sólo a suprimir la masturbación sino a inmiscuirse inútilmente en la imaginación del niño y sus proyectos fabulosos (que disfrazan fantasías sexuales), para salvarlos por el filtro de la razón deberá tomar el nombre de intervención castradora.
Pero no hay necesidad de la intervención del adulto para que el niño sufra una angustia de castración respecto a la cual debe aprender a defenderse y no, todavía, a capitular. Esta defensa, hará que inevitablemente, entre en juego la rivalidad edípica, la cual, a su vez, desencadenará un complejo de castración.
En el más feliz de los casos, el niño superará el complejo de Edipo antes de la fase de latencia, en la cual podrá entrar en plena salud física y moral, lo que le permitirá las mejores adquisiciones culturales, las cuales a su vez facilitarán el florecimiento normal, sentimental y fisiológico, de su pubertad, de su adolescencia y de su madurez.
La angustia de castración: el malestar que el niño experimenta al constatar la ausencia de pene en la niña lo esfuerza a escotomizar por de pronto el testimonio de sus sentidos, está convencido que la niña tiene uno un poco más pequeño y que le crecerá.
Pero por mucho que quiera tranquilizarse con esas esperanzas consoladoras, el niño no puede experimentar otra cosa que el miedo de que esto le suceda también, ya que eso “es posible”. La manera de pensar en esa etapa trabajo bajo el signo de la magia, el niño busca, de acuerdo con su lógica, o su nivel mental si se quiere, explicarse esta ley de la naturaleza, deduce, “que se le ha caído”, o “se lo han cortado”, o “se perdió”.
Cuando el niño se da cuenta de que la ausencia del pene sólo se encuentra en las niñas, el primer resultante es el devaluarlas.
Pero no por ello admite que en las mujeres y sobre todo su madre puedan carecer de pene. Niña y niño continúan imaginándola infinitamente superior a ellos y por tanto, portadora de un gran pene. En efecto, tener un falo es “ser más fuerte que las niñas”.
Una vez aceptado el hecho, el niño se pregunta “por qué”. Se dice “es porque alguien las ha castigado”. “¿Quién las ha castigado?”, a esto el se responderá con historias conocidas o inventadas o con fantasías a base de algún hecho relatado por un adulto. ¿Por qué se castiga a los niños castrándoles la cosita, el pajarito? Porque no han sido buenos o porque han desobedecido. Y la severidad de los adultos para con un niño alborotador o agresivo en sus juegos o en sus actividades, como normalmente lo son a esa edad, aumenta inútilmente la angustia porque las personas mayores son para él esos seres maravillosos y justos que siempre tienen la razón, y de los que depende que el niño sea macho o hembra. Es el adulto quien fabrica a un niño.
Vemos, pues, que la angustia de castración tiene como punto de partida una falsa interpretación de la realidad; pero es una interpretación de la cual ningún niño puede escapar, ya que el peligro que inventa está motivado por la fuerza mágica que les atribuye a los adultos y por su inferioridad real respecto de ellos.
Pero este descubrimiento de la diferencia de sexos tendrá para el niño el papel útil de estimular su desarrollo.
Lo importante en este conflicto, es que sucede en el yo conciente. El niño está conciente de su malestar, lo niega a sabiendas. Lo interpreta como venido del exterior y su razón lo obliga a encontrar una causa.
La angustia de castración se debe distinguir tajantemente de lo que llamaremos “complejo” de castración. El complejo de castración será un fenómeno inconciente y ligado al Edipo, la angustia de castración fenómeno conciente y preedipico.
El fenómeno de castración será para la criatura una fuente de sufrimiento, sin otra salida habitual que el abandono momentáneo de sus intereses sexuales, durante el período de latencia.



Lucha contra la angustia de castración

Su consecuencia: el nacimiento del complejo de Edipo que desencadena a su vez el complejo de castración.
La angustia de castración obedece a tres factores:
1.    El descubrimiento de la diferencia de sexos: es el único que es inmodificable; los otros dos pueden ser reducidos.
2.    El poder mágico atribuido a los adultos: puede ser sometido al filtro de la razón y disociado. El adulto declarado malo será el progenitor castrador; en cuanto al adulto bueno, se buscará por todos los medios provocar su protección y ayuda.
3.    Una inferioridad general y verdadera ante el adulto: el niño tratará de remediarla sea negándola concientemente de una manera categórica, sea superándola mediante adquisiciones culturales apreciables. Confiere más medios de seducción para conquistar la ayuda y protección del objeto edípico.

El niño

Lucha contra la angustia de castración. Escollos. El haber sido favorecido por la naturaleza hace al niño apreciar aún más su pene. El falo, anteriormente catectizado de libido narcisista, a causa de las satisfacciones sexuales que la masturbación otorgaba, pasa por una nueva catectización libidinal del orden de la confianza de sí.
Pero como la sexualidad es aún cualitativamente sádica, captativo – agresiva, las manifestaciones de triunfo del niño serán exageraciones de los componentes sádicos.
Sin embargo, el objeto de amor efectivo sigue siendo la madre, ahora tanto más amada por el niño, cuanto que él le atribuye a un favor especial de su parte el hecho de ser varón. Desea conseguir su efecto tierno y su admiración.
Su inferioridad infantil real, le es menos difícil de soportar cuando la madre lo aprecia, y entonces puede incluso – gracias a una identificación con su padre- sentirse partícipe de su poder mágico. Es un caballo, un tigre, o un león en sus fantasías lúdicas.
Pero el apego por su madre irá en aumento. Ella estimula en él el orgullo de hacerse de amigos tanto entre los pequeños como entre los grandes y de comportarse con ellos según las convenciones sociales de su medio.
El pequeño varón encuentra así en el mundo exterior objetos atractivos, amistosos, juegos e intereses a los que se apega intelectual y afectivamente con entusiasmo. Por esto también sus fracasos o sus insatisfacciones afectivas lo afectan profundamente en intensidad.
De su relación con ella depende el tono de sus emociones a través de las que tomará contacto con los nuevos objetos de amor.
Poco a poco abandonará sus fantasías y sus juegos solitarios supliéndolos por juegos compartidos, e historias que les gusta escuchar y contar. Le gustan todas las actividades donde interviene el gusto por el riesgo y la audacia y experimenta placer en mostrarse valiente y astuto.
Busca entonces la compañía de otros niños, de su edad o mayores, y no le gusta admitir a los pequeños ni a las niñas.
Sus hazañas, del tipo lúdico simbólico, o del tipo cultural, social, escolar, son para él descargas eufóricas de sus pulsiones sexuales. El objetivo hedónico primitivo es él mismo sublimado en objetivo sentimental (gustar y causar placer). Es la edad caballeresca.
Este comportamiento varonil y caballeresco del niño va a traer consecuencias afectivas importantes. El niño va a sobreestimar al padre y a celarlo, porque, si éste es normal, es su rival frente a la madre, a quien sostiene y protege. El niño va así a intentar superar al padre tratando de ser útil a la madre por todos los medios y de “aprender” todo lo necesario para llegar a ser como papá.
Así se formará el esbozo de su superyó, de su “conciencia”, que le indicará lo más conveniente que debe hacer, lo que debe evitar, no siguiendo el principio de placer directo, sino según el sentido moral que debe tener para ser tomado en consideración por su madre.
Pero mientras más avanza el niño en la finalidad declarada, de complacer a mamá, de parecerse a papá, más claras se vuelven sus fantasías edípicas.
Estas fantasías edípicas se enfrentan constantemente a una realidad contraria, que es la inferioridad de edad, inexorable. La madre es “de papá”. “Tú tendrás también una mujer cuando seas grande” – dice papá. “pero es a mamá a quién quiero”. El niño no puede admitir todavía la dolorosa realidad. De ahí las fantasías bélicas, agresivas, brutales, respecto del papá.
Pero, generalmente, el padre no se altera y mantiene una total indiferencia frente a la actitud y los propósitos agresivos del niño.
Pues bien, aún en este caso, la culpabilidad del niño se vuelve creciente, independientemente de toda intervención exterior: se debe sólo al funcionamiento del inconciente.
Ya que por el sólo hecho de que el padre esté presente, adulto que tiene derechos sobre mamá, y la quiera, no hay un solo niño normal que no experimente, bajo la apariencia de un desinterés afectado, un temor y unos celos reales. Se dice a sí mismo entonces que su padre está celoso (ya que proyecta sobre él sus propios sentimientos) y se queja ante la mamá de la severidad de papá.
En su fuero interno, lo que el niño admira es, precisamente, la firmeza y la superioridad de su rival modelo. Si la madre lo ataca y el padre cede, es como si ella no permitiera a su hijo convertirse en “su hombrecito”.
Si el padre es viril y sano, severo pero justo, el complejo de Edipo no tendrá dificultad en desarrollarse normalmente porque la imagen del padre es capaz soportar la agresividad inconcientemente violentadle niño, sin crearle a éste la necesidad de buscar el autocastigo por sentimientos de culpa.
Si, por el contrario, el padre es un ser débil físicamente, demasiado dulce o demasiado severo, al niño le es mucho más difícil llegar a ser muy viril. Aún los éxitos en sus actividades derivadas, legítimas, son vividos por él como éxitos culpables y su superyó reacciona como si en verdad lo fuesen.
En nombre de necesidades interiores el sujeto se ve forzado a abandonar la lucha con su padre, o a sublimar en otros objetos la libido primitivamente empleada en la fijación afectiva hacia la madre. El incesto es libidinalmente castrador.
Si la agresividad hacia el padre llegara a triunfar sobre el plano conciente y en la realidad, nunca podría el niño identificarse con él; ahora bien, el niño tiene necesidad de catectizar a su padre, el poseedor masculino real de su madre. Quiere no sólo remplazar al padre, sino también imitarlo. Esta doble actitud rival y pasiva no acontece prácticamente sino en una familia “normal”, es decir, sin neurosis, donde el niño está autorizado a comportarse como niño. Y esto porque la competencia edípica del niño y el padre no es real por el hecho mismo de que la madre ha escogido ya al padre.
El niño renuncia tanto más fácilmente a la rivalidad con su padre, ya que se dará cuenta de lo inútil de su actitud; la falta de esta seguridad es fuente de angustia. Haga lo que haga, su madre lo ama en segundo lugar, sino más, y le permite apegarse a otros objetos femeninos.
La competencia del hijo con el padre puede entonces orientarse libremente hacia la conquista de objetos de desplazamiento. El niño sublima su libido genital, en las mismas actividades intelectuales, artísticas, deportivas, o la misma carrera que el padre a imitación de su comportamiento. Ha renunciado a las satisfacciones eróticas seductoras, búsqueda de besos, caricias maternas, juegos melosos y tiernos con ella, ya que su inferioridad real frente a la imagen paternal despertaría nuevamente en su inconciente la angustia de castración. Pero puede desplazar su libido erótica, sus intensiones seductoras respecto de las amigas de su padre o de las niñas a las que sobreestima  porque admiran a su padre. Estas amistades amorosas deben ser platónicas, pues de otro modo la angustia de castración reaparece. La competencia con el padre no puede más que despertar angustia de castración.
Si la competencia edípica entre el niño y el padre fuese real, no sublimada, sería necesario ante todo que el padre estuviera lleno de una fuerte agresividad consciente. Ahora bien, esto no es posible en familias “normales.
Admitamos que la agresividad consciente es posible y que triunfa hasta llegar a alejar al padre de la madre. El sujeto no puede aprovechar su victoria pues ya no tiene modo de identificarse con el padre. El mecanismo de la identificación con el padre rival exige, en efecto, que el macho poseedor de la verdadera madre  sea un rival afortunado. Hay niños que permanecen amorosamente fijados a la madre; su comportamiento se caracteriza por el hecho de que no buscan “seducir” activamente a ninguna mujer. Si el padre vive, los dos hombres viven continuamente disputando, pues el hecho de no haber podido despegarse de la madre para ir tras otros objetos amorosos o sexuales prueba que el niño sublimó su homosexualidad edípica.
La resolución del complejo de Edipo. Escollos: El superyó adquiere muy pronto en el niño un gran rigor, y ello se debe a la necesidad vital para la virilidad, de reprimir pulsiones heterosexuales tendientes al erotismo fálico en la “esfera” materna. 
Pero aún no se puede decir que el Edipo esté liquidado, si el niño, habiendo renunciando a la fijación erótica con su madre, conserva la necesidad de buscar satisfacciones afectivas del tipo homosexual pasivo (seducción del padre); la menor de sus actividades agresivas o simbólicas, asociadas como están a “cosas prohibidas”, va siempre acompañada de angustia de castración. El superyó habla “como hablaría el padre”, a quien el niño está sometido afectivamente. Las satisfacciones eróticas provocan angustia y la pubertad se vuelve dramática. El renunciamiento a las pulsiones agresivas respecto de la madre debe, pues, ir acompañado del renunciamiento a las pulsiones pasivas seductoras respecto del padre. La aceptación de la superioridad paternal en la familia por parte del niño rubricará este renunciamiento. Éste será seguido del desinterés afectivo por “las cosas de las personas mayores”. Dejará a sus padres en su vida de adultos sin amargura, en espera de un futuro respecto del cual se hacen miles de proyectos realizables que se van preparando mediante actividades dirigidas, escolares, sociales, lúdicas.
El desinterés por los asuntos sexuales ocurre naturalmente, sin contratiempos. En esta fase de reposo erótico, que es la etapa de latencia las pláticas sobre asuntos sexuales no tienen ningún interés para él. Esto se debe al retiro psicológico de la libido que caracteriza el período de latencia desde la edad de 7 u 8 años hasta la pubertad.
Si este retiro libidinal psicológico llega antes de que el niño haya conseguido el desprendimiento afectivo respecto de su padre, todas las adquisiciones del período latente tendrán por objeto complacer al padre y no llegar a ser igual a él conquistando a su propia estima y la de los demás.
A los 6 años, durante su complejo de Edipo, el niño es realmente inferior a su padre en fuerza y en medios de conquista; debe, pues, admitirlo y abandonar, no diferir, la lucha por el objeto de amor maternal, es decir, sublimar su complejo de Edipo. Los niños que no solucionan su complejo de Edipo no llegan a juzgar a su padre tal como es, con defectos y cualidades, amándolo, sin despertar la angustia del superyó castrador.
El niño, al momento de entrar en el período de latencia, no puede tener una actitud totalmente objetiva, pero puede haber abandonado todo sentimiento de inferioridad infundado y toda agresividad para con sus padres.
Esta completa liquidación del complejo edípico, que libera la sexualidad del niño hasta en el inconcientemente, se acompaña de un desprendimiento, es ir más lejos dentro del desarrollo, con las mismas energías libidinales que han servido para caracterizar los objetos que se han abandonado; es pues, resignarse, aceptar la muerte interior de un pasado cumplido a cambio de un presente tan rico como aquél, si no es que más, en satisfacciones libidinales y de un futuro lleno de promesas.
Desde el punto de vista clínico, esta liquidación del complejo de Edipo se traduce en un comportamiento social, familiar, escolar y lúdico, característico de una buena adaptación en un estado “nervioso” normal, sin inestabilidad, sin angustia, sin pesadillas ni terrores nocturnos, y en una liberación completa de toda curiosidad, preocupación y actividad sexuales solitarias. La vida afectiva del niño se realiza, sobre todo, fuera de la familia. No existen conflictos marcados ni con el padre ni con la madre.
El comportamiento social marcado por amigos, profesores, sobre los que son desplazadas las pulsiones ambivalentes, agresivas y pasivas, precedentemente orientadas hacia el padre y niñas, hermanas de amigos, frente a quienes les encantará comportarse como un pequeño campeón que se hace admirar.
El peso de la castración en el niño: la verdadera madre “castradora” es la que se opone de alguna manera a la afirmación corporal exterior de lo que caracteriza a un niño y, al mismo tiempo, a las manifestaciones afectivas y lúdicas que caracterizan el comportamiento del niño.
Si la madre condena o desprecia las actividades características masculinas, para “que no se vaya a lastimar”, si constantemente le pone como ejemplo a niños menores o más pasivos: “fíjate que bien se porta”, si suspira al verlo crecer: “ya no eres mi pequeño”, coadyuntará a que el niño desempeñe torpemente la menor  de sus actividades, derivadas de la sexualidad fálica. Es como decirle implícitamente, aunque nunca se haya formulado una prohibición a la masturbación: “Te amaría si no tuvieras una virilidad visible”.
Para complacer a la madre, el niño intenta someter su libido a esta manipulación, y el resultado es una sobreactivación de su angustia de castración.
En una palabra, todo aquello que estorbe al niño en sus mecanismos naturales de defensa controla angustia de castración conlleva reacciones afectivas nocivas, antisociales, manifiestas o no, caracterizadas por el rechazo al esfuerzo y a la sumisión a las reglas comunes. En la esfera erótica se observan desplazamientos regresivos de la libido de las zonas erógenas de etapas acabadas. Habrá enuresis, apetito caprichoso, glotonería en el mejor de los casos o, si esta regresión erótica inconciente provoca la severidad del adulto, habrá trastornos gastrointestinales, tics, que obliguen al adulto a compadecerse del niño y a cuidarlo.
 Son reacciones masoquistas para las cuales desgraciadamente se consulta al médico y no al psicoterapeuta.
La prohibición sistemática, por la burla o por los “razonamientos”, de los ensueños infantiles de omnipotencia pueden tener el mismo papel castrador que las amenazas de mutilaciones sexuales. Si el niño tiene necesidad de imaginarse poderoso para compensar su inferioridad, no es suprimiéndole como lo ayudará, sino permitiéndole alcanzar en la realidad pequeños triunfos.
En el plano de todas las actividades intelectuales y sociales, el complejo de castración entrará en juego; el interés del niño deriva de la curiosidad sexual y de la ambición de igualar al padre, curiosidad y ambición culpables en tanto que el complejo de Edipo no esté solucionado.
En el campo escolar, se verán inhibiciones respecto al trabajo; el niño será incapaz de fijar la atención (es la inestabilidad escolar).
La inferioridad  real del niño se acentúa porque no es ya simplemente la de todos los niños frente a los mayores. Es menos fuerte, menos malo que los niños de su edad y reacciona envidiándolos o huyéndoles, o haciendo ambas cosas. Exterioriza este sentimiento con la única actitud agresiva que le sigue siendo permitida, aquella en que el riesgo es menor: se vuelve charlatán y mitómano. El niño tiene miedo de los demás, no puede rivalizar con ellos. Si llega a renunciar completamente a la libido de su sexo, huye de los niños de su edad, busca a los niños más pequeños que él y con ellos se comporta como dictador.
Sexualidad comparada del niño y de la niña durante las etapas libidinales que preceden a la etapa fálica. Se puede hacer una descripción simultánea del desarrollo de la sexualidad en la niña paralelamente al del niño hasta el estado fálico porque la búsqueda del placer en las relaciones libidinales con la madre y las relaciones libidinales con el mundo exterior inanimado son, al principio, iguales.
Se puede decir que, en el estadio oral y en el anal, el yo es “neutro”, no siendo capaz aún de objetividad, el niño proyecta sobre el mundo exterior sus propias emociones, sus propias pulsiones y su propia manera de pensar y de ser. El adulto es concebido como genitalmente indiferenciado, porque el niño no conoce aún las características morfológicas de los sexos.
La niña sin embargo, desde su período activo, se hace notar por una menor cantidad de pulsiones agresivas en relación a las pulsiones pasivas.
En el estado fálico, caracterizado por la ambición, el niño se lanza a la persecución de lo que atrae, mientras que la niña espera ardientemente lo que desea y tanto uno como la otra ponen en esta actividad toda la libido agresiva de que disponen.

La niña

Lucha contra la angustia la angustia de castración, escollos, en la etapa fálica. Esta descubre que hay criaturas poseedoras de un “cosa”, que ella no tiene (3 años y medio). Empieza por negarlo, luego siente celos convencida de que le crecerá. Pero se siente desfavorecida.
La envidia del pene, se convierte en el tema de sus fantasías masturbatorias fálicas, y “espera”, ardientemente que le crezca.
Atraviesa por un periodo de exhibicionismo, se levanta las faldas y quiere mostrarse desnuda para que todos la admiren, como si el hecho de ser admirada le permitiera identificarse con los que la miran.
Pero el complejo de castración en la niña no puede ser paralelo e inverso al del varón, por que aquí es una mujer la que representa el papel de rival del adulto, pues la castración fálica ya no es una amenaza para la mujer sino un hecho. De esta deficiencia nace una seguridad: que la niña puede, para su sexualidad, identificarse con “la que no lo tiene”.
Si bien el complejo de castración pone en peligro la sexualidad del varón, expande al contrario la de la niña.
En el varón, la angustia de castración  es una cosa “afortunada”, que precede al Edipo y lo introduce.
En la niña, la angustia es peligrosa antes del Edipo; pues de impedir al Edipo instalarse normalmente.
Cuando la niña percibe su castración fálica, caracteriza a su madre de una recrudescencia de libido pasiva, a fin de captar su ternura. Utiliza una mayor parte de libido agresiva sublimada en la conquista de los conocimientos de las personas mayores. Esta puede ser la razón por la cual las niñas hablan mejor y tienen, antes que los niños, un vocabulario más rico. La niña reacciona a la frustración fálica con mecanismos análogos a los que empleo ya en la fase anal para captar la ternura de los adultos. La niña descubre que debe renunciar a él para siempre; las mujeres no tendrán jamás pene, su madre tampoco lo ha tenido nunca.
El abandono de la masturbación clitorídea va acompañado de un desplazamiento hacia el rostro y el cuerpo entero de interés interiormente dedicado al clítoris. Entonces aparece muy marcado en la niña el gusto por el adorno, los peinados, los listones, las joyas, de los que se vale para compensar, inconcientemente, el pene concientemente abandonado (para gustarse a sí misma).
Este deseo de gustar que le satisface su amor propio la reconcilia, con el sexo masculino. Deja de ver a los chicos como malos, recupera la confianza en sí misma y puede ahora decirse que los niños y los papás la harán beneficiaria de su fuerza. Trata ahora de conquistarlos, y este es el indicio de la situación edípica (todavía no conflictiva). Es debido a la envidia del pene por lo que la niña se dirige a los hombres y para captar la admiración de ellos, a quienes ella estima superiores y atractivos para su madre. La madre ha perdido prestigio desde que la sabe castrada como ella. Ya no es terrorífica sino más grande, es “una dama”.
Es muy importante que la niña se resigne a dar por perdidas sus fantasías masturbatorias clitorídeas, y que admita, el no haber sido un varón. De no ser así podrá reprimir, mediante las prohibiciones del superyó, propenso a sufrir sentimientos de culpa y sentimientos agudos de inferioridad (la solución feliz es la catexis vaginal).
La niña continúa tratando cada vez más de identificarse con su madre, puesto que ya nada que sea irremediable o “infamante” la desfavorece físicamente en relación con ella, fuera de su edad. La identificación por ambición, que no está matizada de fantasías fálicas, sino de fantasías de ambición femeninas, se convierte en fuente de alegría y ya no de culpabilidad.
Las pulsiones agresivas de la niña puestas al servicio de la afectividad, ayudarán a su deseo de complacer y seducir a los adultos que pueden protegerla y sobre todo a los hombres y muchachos mayores. El medio para seducir es alagar al padre. Ella lucha así contra su madre y contra los niños, “papá es mucho más fuertes que ellos, y papá me prefiere; eso quiere decir que soy mejor”. Se vuelve orgullosa de su sexo.
Las fantasías lúdicas femeninas vaginales influyen en el juego de las muñecas, les atribuye reacciones que ella tiene inconcientemente, proyectando así sus sentimientos de culpabilidad en otra (a quien regaña y castiga) así se libera de las pulsiones agresivas que su yo no puede tolerar.
Así comienza a construir su superyó que “habla” como la madre, pero cuya severidad es sólo el reflejo de la agresividad interior de la criatura.
Al mismo tiempo, la niña se vuelve cada día más coqueta con su padre declarando, que será su marido y que tendrá niños. Desgraciadamente, la realidad sigue presente. La madre es la esposa del papá y la niña es manifiestamente inferior a ella. El complejo de Edipo es menos dramático en la niña que en el niño, pues si bien la hostilidad para con la madre es grande. Tiene muchas fantasías en las que “mata” a su madre, donde la aplasta, hay conflictos familiares donde se muestra impertinente con su madre y trata de hacerla parecer culpable para suplantarla en el afecto del padre.
Frecuentemente llega a renunciar a la rivalidad edípica antes del período de latencia, sin que se pueda decir que por eso mismo ha solucionado su complejo de Edipo, porque puede muy bien ser que esté en buenos términos con su madre pero sobrevalore a su padre.
Primera fase: cuando el padre no es neurótico y es tierno con su hija, eso basta para la felicidad de ella, facilita sus relaciones sociales con los niños de su misma edad. Es en este momento solamente cuando se anuncian conflictos edípicos más marcados, en el caso de que el padre estimule a su hija a procurarse amistad entre los muchachos y no esté celoso de ellos, la niña pasará de su padre a sus sustituto amoroso, el hombre joven. Ella liquidará entonces su complejo de Edipo sin jamás sufrir por ello una gran angustia.
Segunda fase: al descubrir el misterio del nacimiento, la niña se inquieta por el sufrimiento que éste puede traer y tiene miedo: es la angustia de castración vaginal o víscero – vaginal.
Si la madre no es neurótica y permite a su hija emanciparse normalmente, las cosas suceden bien. Si la madre, por el contrario, destruye la confianza que la niña necesita tener en sí misma impidiéndole, por ejemplo, vestirse a su gusto, las ocupaciones culturales; si le hace aparecer la vida materna como una serie de sufrimientos, el amor como una trampa, la vida conyugal sin alegrías, los sentimientos de culpabilidad inconcientes respecto de su madre empujan a la niña a presentar un complejo de castración vaginal patológico. Esto se traducirá en fantasías terroríficas (una bestia la va a devorar, su vientre va a ser perforado o va a reventar), puede entonces operarse una regresión libidinal, pero la niña puede todavía luchar contra esta castración vaginal, mediante el renunciamiento a su narcisismo femenino.
El período de latencia acarrea, pues, un retiro libidinal que tranquiliza las preocupaciones sexuales eróticas y el superyó autoriza el libre juego de la agresividad y de la pasividad sin angustia y sin vergüenza.
Cuando, en la pubertad, se convierta en una mujer, la rivalidad con su madre se contrarrestará con una conquista de su libertad de gusto, de vestidos, de sublimaciones culturales. Con bastante frecuencia éstas se centrarán alrededor de los hijos, y ya no temerá la concepción como consecuencia del amor, sino al contrario. El modo como el hombre le sepa dar confianza en sí misma, poseerla sin brutalidad, acabará de catectizar la zona vaginal por el conocimiento del orgasmo, que la ligará sensualmente a aquel que se lo haya hecho conocer y le haya dado un hijo. Entonces será capaz interiormente de desligarse inconcientemente de su madre.
El peso de la castración en la niña precede al complejo de Edipo e incluso le impiden instalarse normalmente.
Esta identificación con la madre es indispensable para el advenimiento de la erogeneidad vaginal, que permitirá el inicio de la situación edípica. Esto elevará las barreras de la frigidez vaginal de la mujer.
Primer escollo: complejo de virilidad (insensibilidad vaginal). En los casos en que la zona erógena vaginal no haya sido jamás investida de libido, se observa un comportamiento captativo que puede dirigirse hacia la madre sola, esto siempre con un cierto grado de masoquismo inconciente, hacia los dos padres o hacia el padre solo, pero sin intento de rivalidad con la madre por medio de armas femeninas.
Si el clítoris se ha quedado investido de libido, su inferioridad morfológica real es una fuente constante de sufrimiento inconciente, de vergüenza conciente para la niña de ser lo que es, de ser fea. Es una regresión libidinal o un estancamiento libidinal en ese estadio, durante la fase de latencia, lo que da a esas mujeres el gusto por las carreras masculinas; al aparecer la pubertad, la libido debe regresar al estadio anterior o satisfacerse mediante prácticas masturbatorias solitarias o, mejor, lesbianas.
Si el superyó no autoriza la masturbación, se verá que en la pubertad esas chicas se vuelven cada vez más “vergonzosas”, de una timidez enfermiza, fóbicas, falta de confianza en sí misma (una inferioridad sentida), luego sigue en la adolescencia y en la edad adulta una incapacidad de competir con las otras mujeres. Al no haber tenido el derecho de ponerse en juego el mecanismo de defensa narcisista (ya que la masturbación fálica debió ser abandonada demasiado temprana en la infancia), su superyó les prohíbe utilizar las posibilidades de seducción femenina.
En pocas palabras, el complejo de castración fálica se pone en juego sobre los planes anal y oral mediante la recactetización de las zonas erógenas antiguas.
Los sentimientos de frustración más cercanos a la frustración fálica tienen de hecho su origen, cronológica y afectivamente, en la educación de la limpieza anal, y es probablemente la razón por la cual la negativa de aceptar su sexo.
El complejo de virilidad es entonces extremadamente fuerte, la hija presenta una afectividad infantil ambivalente, que le prohíbe las más mínimas tentativas de identificación con la madre y de seducción femenina respecto al padre (ya que, para el inconciente, ello representa la aceptación de su sexo).
Así, vemos que si la niña no liquida la angustia de castración fálica, si se ve “forzada” a aceptar, o más bien a soportar su sexo, como una broma de mal gusto, ello dejará en su afectividad una herida siempre abierta, que reavivará la más mínima inferioridad real en la vida. La angustia de castración fálica, acompañada de sentimientos de culpabilidad, se desencadenará inevitablemente en todas las ocasiones en que se muestre “natural”, porque eso dará lugar a una resonancia de sentimientos de culpabilidad relacionados con ambiciones femeninas que no comparte.
Si, por el contrario, liquida la angustia de castración fálica, gracias a la recactetización narcisista femenina y al descubrimiento de la masturbación vaginal, podrá continuar identificándose con su madre, y la ambición afectiva característica de esa edad servirá a fantasías vaginales, en acuerdo con el desarrollo normal de la sexualidad femenina.
Segundo escollo: La frigidez por un infantilismo afectivo. Una vez aceptada su femineidad se presenta un segundo escollo a la niña: que ese retiro narcisista no impida la catectización de la zona erógena vaginal, ya sea que la masturbación haya ocasionando severas reprimendas por parte de los adultos, ya sea que el padre esté ausente de la familia o se desinterese de sus hijos.
La niña, por entonces no encontrará la manera de captar la atención de los hombres. Estando en ese momento normalmente “cerrada” a la madre, puede quedarse siempre en una actitud narcisista, afectiva y culturalmente infantil. Pero quizá la causa sea una insuficiencia de construcción del yo, impidiéndole ala niña el desplazamiento de los afectos libidinales excrementicios y musculares hacia actividades culturales que la hubieran identificado con la madre.

   

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